Los cuatro reinos


Relato que escribe la niña protagonista del guión El príncipe Siro:


Existió una vez, en un lago remoto tras una alta montaña, un pequeño renacuajo que caminaba y caminaba o, mejor dicho, nadaba y nadaba hasta llegar a la orilla, convertido en rana. Quiso explorar su alrededor, el hogar en el que había nacido, así que caminó y caminó o, mejor dicho, saltó y saltó hasta el árbol más próximo, un gran roble alto y frondoso de ramas marrones y verdes hojas y, subido allí, en una de estas ramas, cuentan que una hoja mágica se desprendió de aquel árbol y al tocarlo, convirtió a nuestra pequeña rana en una estrella, una hermosa estrella de brillos anaranjados y blancos ojos, que flotaba y brillaba al lado del árbol, contemplándolo todo.

Pero, no es hogar para una estrella el mismo que el de un árbol, o una rana, o un lago lleno de renacuajos. Así que decidió ascender hasta el cielo, y seguir subiendo y subiendo y subiendo hasta perderse en la oscuridad del universo, buscando su propio hogar, un nuevo sitio en el que quedarse.
Y cuentan que encontró un mundo, un mundo de cuatro reinos, un mundo precioso.

- Ceo que encontré mi hogar – se dijo la pequeña estrella -, me quedaré aquí para observar -.

Y el mundo se lo agradeció por el calor que esta aportaba, aunque fuese poco, porque aún siendo poco, este mundo necesitaba calor.

Estaba dividido en cuatro reinos:

El primero era el Reino del Norte, donde los cielos eran grises y la tierra marrón. No llovía nunca en ese reino, pero cuando no brillaba el sol muy fuerte podías ver los arco iris que se formaban. Y también los podías tocar y hacían muchas cosquillas.

Desde la alta torre de este reino se veían las extensas praderas con hierva y arbustos de color amarillo. Algunos árboles daban fresas negras, y otros blancas cerezas. Allí los patos ladraban, y los perros decían “cuac-cuac”, y eran los úniocs animales que había.

El Reino del Norte estaba en guerra con el Reino del Sur desde hacía algún tiempo.

En el Reino del Sur no había animales, tan solo pájaros rojos que mugían como las vacas, aunque se dice que algún caballo sí que trotaba por estos lugares. Allí los cielos eran celestes, y el suelo amarillo. Tampoco había hierbas ni árboles ni plantas, pero sembraban trigo rosa, y lechugas del color de la berenjena. Por el reino del sur pasaba un río blanco como la nieve, nieve que a veces caía y cubría las colinas y montañas verdes que rodeaban el reino.

El Reino del Sur estaba en guerra con el Reino del Norte.

El tercer reino pertenecía al Príncipe Siro, donde el cielo era naranja, y por las noches se volvía violeta. No estaba en guerra con nadie, y era un lugar hermoso y muy limpio, pues Siro luchaba siempre por construir un sitio mejor. En aquel reino había largas praderas amarillas, con colinas rojas y algunos árboles blancos. De vez en cuando pasaban por éste grandes aves azules que venían del Cuarto Reino, e iban a posarse en el alto castillo del príncipe.

Siro vivía solo. Contaba solamente con la compañía de algunos animales, como estas aves, del Cuarto Reino, el Reino del Bosque, formado completamente por árboles y plantas, y muchos animales de muchas formas y colores distintos. Era un lugar desconocido para todos los humanos de aquel mundo, nadie se había adentrado en aquella profundidad vegetal, ni siquiera Siro, que tan solo caminaba por los alrededores hablando con algún que otro animal que le hiciera caso.

Por eso estaba un poco triste el valiente Siro: había realizado una gran cantidad de proezas pero nadie se lo reconocía.

Fue el Príncipe Siro quien resolvió el acertijo del malvado Ocin, que conquistó su castillo cuando él estaba en una de sus aventuras, y quería imponer su maldad en todo su reino. Para conseguirlo asaltó el castillo, echando un maleficio en su entrada para que el príncipe no pudiera retomarlo, un maleficio consistente en un acertijo: si alguien lo resolvía podría pasar, pero si no, quedaría atrapado para siempre. Y el valiente e inteligente Siro, sabiendo que no podía permitir que el malvado Ocin dominara sobre su reino, se aventuró a tomar nuevamente su castillo, enfrentándose al acertijo, que decía así:

“¿Cuál es la única forma de verse a uno mismo mientras duermes?

- La respuesta es “soñando” – contestó Siro. Tras entrar en el castillo, logró echar para siempre al malvado Ocin.

Fue también el Príncipe Siro quien a lomos de un caballo blanco, que encontró un día por la frontera de su reino y del que se hizo muy amigo, cabalgó sin descanso durante una semana para llegar a tiempo de salvar a una montaña que se derrumbaba. Desde su castillo la oyó gritar pidiendo auxilio: las fuertes aguas de la noche la habían debilitado, y se estaba deshaciendo poco a poco. Sabía que sería difícil, pues la montaña vivía lejos de su reino. Pero tenía que intentarlo. Así que llamó a su amigo el caballo y cabalgaron los dos juntos hasta llegar a la montaña. Allí pudo ayudarla fabricando, con unas palmeras, un abanico gigante que secase a la montaña, para que endureciese nuevamente, y echase sobre esta fina arena que la reforzase. Y ella quedó muy contenta y agradecida.

También se enfrentó junto a su caballo a la horda del malvado Tátap que pretendían sembrar el caos en su mundo entero. Con su valor consiguió vencerle, y convenció a todo su ejército para que no siguieran luchando, ya que con su lucha destrozarían el mundo en el que ellos también vivían. Gracias a esto consiguió salvar no solo su reino, sino también al Reino del Norte y al Reino del Sur. Pero nadie se lo agradeció nunca y, aunque Siro no lo había hecho para que se lo agradecieran, se sentía muy solo y olvidado.

Además, desde hacía algún tiempo, algo iba mal… Aquel cielo bajo el que él vivía estaba cambiando, y todo era por la guerra entre los reinos del Norte y del Sur. Había intentado mantener la belleza de su mundo y, sin embargo, parecía como si no hubiera servido para nada, y eso le hacía más infeliz aún. Necesitaba acabar con aquella guerra, pero no sabía cómo.

Así que decidió adentrarse en el cuarto reino, el Reino del Bosque, desconocido hasta entonces, para encontrar respuestas.

Los árboles rugían a su paso y se abrían ligeramente formando un pequeño pasillo por el que Siro saltaba, de piedra en piedra, observando las sombras de los animales que le rodeaban, atentos, escondiéndose de uno a otro lado. No tenía miedo, sabía que la mayoría eran bueno pues tenía mucha amistad con algunos de los que se asomaban por su reino, pero tampoco sabía con qué se encontraría, y eso le desconcertaba un poco.

Llegó hasta un claro, donde un ancho y frondoso Roble hablaba con sus compañeros árboles, sin que ninguno le contestase. Como los cielos, y el resto de animales y plantas, este árbol también estaba cambiando, y presentaba unas heridas en su tronco, causados por la guerra de aquel mundo. Cuando vio acercarse al pequeño príncipe le saludó efusivamente:

- Hola pequeño humano. ¿Qué haces en las profundidades de este reino? -.

- Estoy buscando respuestas a los cambios de nuestro mundo, que cambia nuestros cielos y asusta a los animales – le respondió el príncipe. - ¿sabes acaso, viejo y sabio árbol, como remediar esta guerra? -.

- Si que sabría Príncipe Siro, pero quizás no esté en tus manos realizarlo, y tampoco es seguro que se solucione… -

- Pero, ¿no sabes quién soy? Yo soy el Príncipe Siro, me he enfrentado a miles de aventuras, y puedo enfrentarme a cualquier cosa que me digas -.

- Está bien. Como veo que estás dispuesto a salvar tu mundo, te diré lo que debes hacer, si estás dispuesto a escuchar… -.

- Hace tiempo – siguió el sabio árbol - perdiste a un gran amigo: tu blanco caballo con el que has vivido muchas aventuras. Crees que volvió a su hogar, porque no conseguías encontrarlo, pero ciertamente se perdió, y ahora está herido. Y no lo encontraste por culpa de tu vieja veleta de hierro, algo que tampoco has sabido ver por tus propias preocupaciones. Solo arreglando esta podrás encontrar a tu caballo de nuevo. Así pues, lo primero que tienes que hacer es subir hasta lo alto de tu última torre, allí donde se encuentra tu vieja veleta de metal, y arreglarla. Solo de esta forma encontrarás de nuevo a tu caballo, sin esta no serías capaz de encontrar aquello que ansias buscar.

- Entiendo – contestó el príncipe -, le echo mucho de menos, y ciertamente pensé que me había abandonado para marcharse a su hogar. ¡Está decidido: subiré hasta la torre para reparar la veleta! -.
Y así fue como el Príncipe Siro subió hasta lo alto de su última torre y reparó, sin miedo al vacío, su antigua veleta de metal, que empezó a girar en cuanto quedó reparada. Una racha de viento hizo tambalear al príncipe, pero su agilidad y destreza permitieron que volviera a descender hasta una de las ventanas, y se dispusiera así a su siguiente tarea.

Con la veleta en funcionamiento comenzó a buscar nuevamente y con más decisión a su caballo perdido, al cual oía, en su lejanía, relinchar suavemente, apagándose. Así buscó por montañas tan altas como castillos, y castillos tan altos como montañas, recorriéndolos por sus largos pasillos de un eco de piedra, y profundas galerías de un eco de tierra. Buscó en las praderas anchas de río, y en los ríos extensos de las praderas, en el cielo hasta donde daba la tierra, y en la tierra que el cielo permitía ver, hasta que por fin dio con su amigo cerca de un río, tumbado y mal herido. Rápidamente lo llevó frente al árbol, para que pudiera ser curado.

- Lo hiciste muy bien príncipe – le dijo el árbol, que tenía muchas más heridas que antes –, pero ahora tienes que curarle, y tampoco será tarea fácil. Necesitas para ello un orbe azul, que encontrarás en el lago gris del otro claro del bosque. Date prisa, porque el tiempo se agota.

- De acuerdo – contestó -, iré lo más rápido que pueda -.

Aunque, claro, no fue fácil. Nuevamente el bosque, nuevamente la senda de árboles que se abrían a ambos lados, las piedras, los animales, los susurros y los peligros. Por los cambios, a algunas ramas le habían salido espinas, y esto dificultaba también el camino. Pero Siro consiguió llegar hasta el imponente lago en el que se reflejaban todos los árboles que lo circundaban, y las estrellas. El príncipe se paró observando una de estas, que parecía mirarle fijamente a través del reflejo del agua y, cuando consiguió deshacerse del hechizo, observó que detrás de esta, en el fondo, una bola azul parecía sobresalir de entre la arena.

Con mucho cuidado el príncipe se introdujo en el agua y se zambulló en el frío líquido para sacar de allí el orbe que necesitaba. Volvió lo más rápido posible hasta el otro claro, nuevamente abriéndose paso entre aquel bosque que le arañaba la piel y la ropa.

Cuando llegó, el caballo gemía levemente y al árbol, aún con heridas, se le habían caído algunas ramas.

- Lo conseguiste valiente príncipe – le dijo el árbol al ver llegar al niño -, y quizás no sea tarde aún -.

- Te dije que podríamos conseguirlo – le respondió Siro -, ahora ya podemos salvarle, y la guerra terminará -.

- Pero Siro, falta algo – le dijo el árbol asombrado -, ¿no te has dado cuenta? Tú también has estado cambiando junto al mundo, y esas ropas que lleva no son las que has tenido siempre. No son tus ropas de príncipe. Además, están rasgadas por las espinas que les han crecido a los árboles, tras haber pasado entre ellos, en el bosque, ¿cómo has podido pasar esto por alto? –

- No me había dado cuenta, árbol. ¿Qué puedo hacer? -.

- Tienes que volver a tu castillo y buscar tu ropa de príncipe, tu capa y tu corona. No funcionará si no la llevas puesta, porque solo un príncipe de verdad puede usar el orbe: tienes que darte prisa -.

Y el príncipe Siro volvió lo más rápido posible hasta su castillo para vestirse con su atuendo. Cuando llegó cogió la corona y se la puso, y fue a por su ropa. Pero, pasando por delante de un espejo, se quedó fijo mirándose, sin reconocerse: ciertamente estaba cambiando. Se miraba de arriba abajo con su jersey verde, sus pantalones azules y sus zapatos marrones, y le pareció que iba bien, que ese era también la vestimenta de un príncipe. Así que corrió de vuelta hasta el claro del bosque, donde le esperaba un árbol aún más debilitado. Y, una vez allí, usó el orbe con su caballo.

Una luz resplandeció y bañó todas las hojas, que danzaban al son de una música invisible. A su vuelta, reflejados en los troncos de los árboles, los rayos ondeaban bailarines, y se posaban sobre el caballo, quien parecía cambiar de color, uno tras otro, hasta que volvió a ser completamente blanco, tal y como este había sido siempre. Y de un relincho se puso de pie.

- ¡Lo hemos conseguido árbol, lo hemos conseguido! – gritaba entusiasmado el príncipe -.

- Si, lo hemos conseguido – decía el malherido árbol -.

Siro, de un salto, se subió al caballo, y salió del bosque, y comenzó a cabalgar por la pradera, enfrentándose a un viento que agitaba la hierba a su paso, bajo un cielo que seguía cambiando de color. Al fondo de la pradera, en un horizonte en el que los reinos del norte y del sur se unían, divisó dos figuras, la del Rey del Norte, y la Reina del Sur.

- ¡Más rápido caballo, más rápido! -.

Mientras cabalgaba se imaginaba como cambiaría todo: La guerra acabaría, los reinos se unirían en uno solo, y los dos reyes vivirían juntos en un solo castillo, junto al valiente Siro, que ya no tendría que vivir solo, ni nadie le ignoraría pese a todas sus aventuras y logros.

Seguía cabalgando a lomos de su caballo cuando, de repente, todo el cielo cambió de color a un blanco puro que inundó todo, y dejó ciego al príncipe que, sin saber cómo, se calló del caballo y, tras el golpe contra el suelo, se levantó recuperando la vista. El cielo, ahora de color azul, permanecía inmóvil entre nubes blancas. Al fondo, en el horizonte, tan solo una montaña marrón, con algunos árboles verdes. Habían desaparecido las figuras del Rey y de la Reina y, sin saber por qué, Siro se sentía abandonado, totalmente solo. Algo había fallado.

Volvió a pie, guiando a su caballo, hasta el claro del bosque, cabizbajo y enfadado, con unos ojos tan enojados que asustaba a las plantas que iba encontrando. Esta vez no le rozó ninguna, pues se abrían a su paso con miedo, haciéndoles una reverencia. Nada más llegar al claro, pidió explicaciones a un maltrecho árbol de ramas caídas, y sabia en la corteza:

- ¿Por qué no ha funcionado? ¿Qué ha pasado? ¿Hice todo lo que me dijiste? – le gritaba al árbol -.

- No era seguro que funcionase pequeño Siro – intentaba responderle -. Tardaste demasiado. Además, creo que no hiciste todo tal y como yo te dije, ¿no? -.

Siro se miró la ropa, sobre la que se precipitó una joven lágrima cristalina.

 - ¿Sabes? – Continuó el árbol -, no todo es por tu culpa, no puedes arreglarlo todo aunque quieras. Y ahora que los reinos están cambiando, hay que acostumbrarse a ello, tenemos que adaptarnos y aceptarlo…, aunque yo, poco tengo ya para adaptarme. Me marchito lentamente, algo que también hay que aceptar -.

El caballo lamía la sabia que se derramaba por el tronco del árbol y, al ver que este no mejoraba, que seguía herido, se tumbó sobre sus raíces, mientras lloraba. Siro, igualmente, se sentó junto al árbol, con los brazos cruzados de rabia, llorando porque no había solucionado el mundo, y el árbol se estaba muriendo.

- Tiene que haber alguna forma de solucionarlo – decía -, no puede ser así, tiene que haber solución -.

- Tienes que aceptar las cosas Siro – respondía el árbol -, deja de llorar, pues solo harás que te entristezcas más, y ahora que reencontraste a tu caballo, ¿por qué estar triste? Podrás volver a vivir aventuras con él…. -.

- Sí, pero también quiero que estés tú – le decía el príncipe -. No puedes irte por culpa del mundo, tienes que curarte. ¡No lo aceptaré!

- Es demasiado tarde, Siro -.

- No, no lo es -.

El príncipe se levantó y comenzó a colocar una por una las ramas caídas del árbol de nuevo en su sitio. Al principio no parecía que nada cambiase pero, de repente, un leve brillo comenzó a surgir del orbe que, aún en aquel claro, reflejaba la escena. Aquella luz, en aumento, parecían sellar todo lo que Siro iba recomponiendo en aquel ser que comenzó a resplandecer nuevamente. Y ni todas las palabras de los árboles podrían haber agradecido lo suficiente la acción de Siro, que sonreía al árbol sano, quien con sus hojas le devolvía la sonrisa.

Y así fue como el Príncipe Siro logró salvar a su caballo y a aquel viejo árbol del Reino del bosque. Su mundo no logró cambiarlo, pero nunca más se sintió solo en su reino.

Y parece ser que, según cuentan, nuestra amiga la estrella, que observó todo desde su altura, decidió volver a nuestro mundo con el recuerdo de aquel príncipe en las retinas, y alumbrarnos a nosotros con la esperanza de que todo lo que queramos cambiar es posible. Y, aún en la distancia, nunca, nunca, dejó de dedicarle su mejor brillo al precioso Reino del Príncipe Siro.

Fin.

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