noviembre 25, 2011

04 Ecos y voces


- Podrías liderarles -.

- Ni siquiera quise salvarlos. Yo protejo este sitio, ese es mi único bando -.

Después de la escaramuza descansamos en el amplio salón de aquella fortaleza de piedra, inmensa, solitaria, derruida. Comíamos algo, él y yo, junto a una chimenea encendida, sentados en unos sillones muy viejos. El resto de personas que habían huído hacia el bosque reposaban lo vivido, repartidos en otra sala.

Aquel jóven vestía ropas largas verde oscuro. Me agradeció la ayuda en la batalla con aquella comida, y conversamos entre ecos como dos seres que se sabían distintos, mejores a los que dormían, y temían, en la otra sala.

- ¿Por qué no lo haces tú, ya que preguntas? -

Sabía que sería más listo que yo. Era del sexto círculo: superiores a los mortales en todos los aspectos, incluso superior a mi. Pero incapaz de renacer como yo: si moría, moría.

- Tampoco tengo bandos -.

- No he dicho que no lo tenga. Mi bando es no intervenir -.

- Ya había oído eso antes: “respeta, pero no intervengas…” -.

- ¿Ves a tu alrededor? Este sitio guarda misterios de la esencia de lo que somos. Los mortales son impacientes, necesitan identificarse rápido con algo. Pero la neutralidad, es una de las primeras cosas que aprendemos nosotros: no hay prisa por avanzar mientras avanzas, ni por girar mientras no llegue la curva.

- ¿Y por qué no nos lideras, es decir, a los no mortales? -

Su risa rompió la frialdad de aquella construcción, como una brisa que renueva el aire encerrado por años.

- ¿Y conseguir qué? ¿Qué buscarías en tu lucha? -

- No lo sé. Quizás transmitir esa enseñanza. No todos los círculos son partidarios de la neutralidad, de no inmiscuirse en problemas de los mortales. Algunos son capaces de causar mucho daño -.

- Deduzco que alguno te ha hecho especial daño…. -. La brisa paró, y cruzamos las miradas.

- Andrés, ni siquiera tú sabes qué quieres ¿cómo enseñar? Y al que no acepte ¿por qué imponerle? He visto a muchos matar por diversión, y a otros morir por proteger. Yo tan solo defiendo este lugar, y eso es al final lo que cuenta: no hay ni bien ni mal, tan solo una elección -.

- Pero tú eliges no intervenir, no tiene sentido: existe el bien, mientras eliges hacerlo -.

- Cierto, pero solo si lo eliges. Muchas veces una acción conlleva cosas que no has elegido, a las que te tienes que enfrentar, y de las que se derivan problemas. Y la mayoría de los problemas provienen de gente que no es capaz de enfrentarse a sus problemas. Así que, dime, ¿por qué provocar más?

Desde la ventana se oía el desagradable chirrido de las máquinas, precisas, inhumanas. También pasos, y voces, y miedo.

- ¿Por qué luchar entonces? -

- Porque quieres hacerlo. Porque quieres encontrarla de nuevo -.

noviembre 18, 2011

03 Hacia los bosques


El bosque denso, los árboles altos, la noche oscura, las piedas, el único mejor camino. Corría rápido, con el frío en la cara, y los troncos parecían farolas de una autovía, líneas de luz de la luna reflejada, infinitas.

Después de aquel accidente me cansé de la vida entre trenes, y renací con tres años menos. Y seguí buscando, vagando esta vez a pie. Pero me bajé en la estación equivocada, en el país equivocado aquel año: tanto tiempo de paz que había olvidado el sufrimiento colectivo que provocan las guerras.

Estuve prisionero unos meses en un campo de refugiados, o de “refugiados”. Y una noche escapó un grupo amplio, también yo, hacia la seguridad del bosque.

- Vdaruk, vdaruk – me gritaba un hombre que corría cerca, haciéndome gestos con las manos para que me alejara de él.

- Niesta, kdari na, kdari na – le respondí, porque unidos era más fácil sobrevivir. Es decir, le sería a él más fácil.

Pero me equivocaba, no me decía “fuera” sino que advertía que nos habían rodeado. De entre los árboles silbaron un par de balas que impactaron en el hombre. Las siguientes, mientras me cubría en los troncos, me rozaron el brazo.

Desde mi posición observé el amplio grupo que corría hacia el interior, y como le habatían fogonazos que salían desde distintos sitios de la naturaleza. Y entonces pasó algo curioso: los fogonazos daban paso paulatinamente al sonido de un golpe seco y un cuerpo cayendo al suelo, y cuantos más se oían, más inquietos se volvían nuestros atacantes.

Miré la herida del brazo, después el cuchillo que escondía, y observé de nuevo la escena. Con el cuchillo en alto a mis espaldas me lancé en dirección al último sonido seco, con la cabeza bien agachada para evitar ser alcanzado, y con el máximo silencio del que era capaz. Conforme localizaba un atacante, le asestaba una puñalada mortal, y corría a desvanecerme de nuevo entre los árboles.

Y llegué hasta el origen de la resistencia: un hombre de extraña apariencia asestaba golpes a los soldados que se apostaban, con mayor sigilo y rapidez que yo, manejando un alto bastón que emitía un ligero silbido, y parecía esquivar las balas, pues ninguna de las que se dirigían hacia él llegaban a darle.

Cuando me vio, observé un brillo en el fondo de su capucha.

noviembre 11, 2011

02 Un suicidio


- Tranquila – le grité a los ojos.

Helena lanzó el cuchillo al cuello del maquinista con gran velocidad. Salté sobre ella, pero giró golpeandome con el dorso de la mano, y choqué con la pared del vagón, cayendo al suelo.

Ella avanzó hasta los mandos de la locomotora evitando pisar al hombre que se desangraba casi en silencio. Cuando logré incorporame Helena me miraba, sentada con el cuchillo nuevamente en la mano.

- ¿Por qué has hecho eso? -

- Porque tengo que morir. A ellos no les aprecio pero tú, siento que estés aquí -.

- No te entiendo, ¿cómo pretendes morir? -

- Estrellando el tren. ¿De qué círculo eres? -

Sin duda ella había vivido más. Le indiqué un tres con los dedos y ella asintió.

- Si quieres puedes saltar del tren, no te detendré -.

- No funciona así, tendrías que empujarme tú, o no renacería. Me quedaré -.

- Morirás entonces. Para siempre -.

- Para siempre no es un concepto muy acertado en nosotros. Creo que estás confundida -.

- Tienes razón, si algo fuera en nosotros para siempre, no estaría ahora aquí. Pero te equivocas: sé cómo matarnos -.

- ¿Puedo preguntarte qué te pasó? -

- Precisamente eso, que nada es para siempre, aunque lo creamos de nosotros mismo, o de las personas. Sobre todo las que más quieres. Pero ya no importa… -

- Te entiendo, conozco esa sensación, sé lo que es perder a alguien… Pero sigo sin creerte -.

- Todos tenemos reglas, y un modo de vivir, y de morir. Me lo repetía constantemente Jaël por si llegaban complicaciones, no las nímias de los humanos sino reales. Me decía que si morimos junto a muchos, a la vez, nuestra naturaleza se desvanece junto al resto de mortales -.

Aquello me desconcertó, pero no temía que fuese verdad: si cada uno tenía un modo de morir, yo no era como ella. Tengo que reconocer también que en el fondo no me importaba si realmente tenía razón.

- ¿Y ves normal provocar más de cien muertes por un suicidio? -

Helena se llevó el filo del cuchillo a uno de sus dedos y lo cortó de un solo tajo. El dedo cayó al suelo, sangrando, pero ella parecía no haber sentido nada.

- ¿Y es esto normal? ¿Es normal nuestra vida? Lo único que me parece normal ahora mismo es la muerte. ¿Acaso tú no estás cansado de vagar por el mundo, cambiando, renaciendo, perdiendo a todo el que se te cruza? Tú lo has dicho, “para siempre” no va con nosotros porque nada dura a nuestro alrededor. Pero estamos condenados a recordarlo una y otra vez.

No me había dado cuenta hasta entonces, pero el tren había aumentado su velocidad progresivamente, y ahora chirriaba. Tras aquellas palabras me quedé inmóvil, mirandole a los ojos, mientras la herida en su dedo dejaba de gotear paulatinamente.

No me movía, tan solo pensaba, en lo acertada que estaba, en lo que de verdad tenía y no tenía, y en los sentimientos que compartíamos: mi vida también era el goteo de algo sesgado. Así continuamos, mirándonos en silencio, envueltos por un sonido metálico cada vez más fuerte, hasta que todo se volvió del revés, desapareciendo la escena entera con un golpe inmenso.

noviembre 04, 2011

01 Entre trenes

Después de aquello me marché. No podía seguir viviendo en aquel lugar como si no hubiera pasado nada, yo no era humano que deba aceptar porque, puedo esperar otras cosas. Puedo esperar lo que quiera. Además, Miguel me había dado un nuevo objetivo: buscar a Laura.
    
Abandoné a mis padres, a mi hermanita Paula, la que más sufrió sin duda, y dejé todo para recorrer el mundo, conocer gente, como yo, ahora que sabía de mala mano que no estaba solo. Y con la esperanza de encontrarme con ella, otra vez.
    
Huí de allí sin morir, pues para viajar necesitaba cierta edad, y así me mantuve unos años, viajando por toda Europa, de tren en tren.
    
Me acostumbré a aquella vida sin preocupaciones, sin responsabilidades, tan solo aprendiendo, conociendo, manteniendome entretenido para no estar triste, manteniendome vivo siempre dentro de un vagón.
    
Pero las estaciones pasaban, y no me topé con ninguno como yo, hasta que unos años después reconocí el brillo en los ojos de una mujer de apariencia joven, sentada junto a la ventanilla del tren. El corazón se me escurrió hasta los pies con las sacudidas del vagón, empujado por un pensamiento que sabía improbable: ¿sería Laura?
     
Mientras me levantaba ella se giró, y me vio los ojos. Se levantó apresurada y aceleró el paso por el pasillo, mientras le seguía, hasta el espacio entre trenes. Allí la perdí.
    
Vi la ventanilla abirta y me asomé. ¿Había saltado, o quizás…? Cuando logré subir hasta la parte superior del vagón la vi alejarse en la misma dirección en la que avanzaba el tren, caminando con una gran prudencia y agilidad, asegurando cada paso. Fui tras ella con la misma habilidad, una destreza precavida adquirida con los años.
     
El viento nos golpeaba en contra de nuestro avance, pero ninguno de los dos temíamos caer, acompasando nuestros pasos a las sacudidas, para evitar golpes fuertes. Llegué hasta el nuevo espacio por el que había bajado segundos antes, tras el primer vagón. Bajé rápido, al tiempo de ver la puerta del maquinista cerrarse, y corrí para empujarla e irrumpir en la habitación antes de que la cerrara del todo. En el suelo había ya un hombre tendido, inconsciente, y la joven apuntaba con un cuchillo a otro que se afanaba por el miedo a los mandos del aparato.
    
- Tranquila – le dije mirándole a los ojos.
    
El corazón me latía fuerte. Después de tantos años practicamente inmóvil, volver a estar al límite de las situaciones me gustaba. No sabía con seguridad qué hacer a continuación, pero algo si tenía claro: no era Laura.