marzo 25, 2011

15 ¡Vuelve!

Y ahora, ya lo sabes. Siempre había cuidado de mi mismo, por qué no también de mi alrededor. Ese era mi deseo, más que sobrevivir, salvar aquello que era más real que la vida misma. Y ya lo ves, entenderás por qué llegué hasta aquí después de tantas vueltas.

Son esos momentos cuando recuerdas los días más tranquilos de tu vida, e incluso mi estancia en el San Claire, al principio encierro, me parecía un paraíso.

Recuerdo a la pequeña Paula, y su problema con su peluche favorito, el viejo conejo gris de orejas de mangosta. Le encantaba, bueno, y a quién no, y empezaba a llorar si no aparecía. Yo le enseñaba a enfrentarse a la dificultad, y a buscarlo luchando contra los peligros imaginarios del camino, y en fin, así me entretenía haciendo de padre.

También a Elena, imposible olvidarla. Me alegro haberla conocido a esa edad, y también haberme despedido de ella, aunque la eche de menos. Nos reíamos cuando consolaba a Paula y le decía aquello de llorar solo moja, que no servía de nada, y que iba a acabar resfriada. Y cuando se animaba, Paula reía mientras hacía como que nadaba.

Mis pequeños compañeros, e incluso David, cómo olvidarme. Recuerdo ver en aquellas caras la inocencia pura, y todo lo que le acompaña. Una inocencia hermosa, y cruel a la vez, porque tan pronto como se otorga, tan pronto la vas perdiendo, y en algunos como David más rápidamente.

No digo que seamos eternamente niños, yo que lo fui muchas décadas. Pero sí digo que es necesario mantener lo más posible parte de esa inocencia que guardamos de pequeños, de esa bondad tan desinteresada, tan hermosa. Porque, cuando la perdemos del todo, ni siquiera los que son como yo podemos volver atrás, y recuperarla.

marzo 18, 2011

14 Sobre lo que nadie puede cambiar

Cómo se olvidan las cosas. Es increíble como el tiempo puede borrar cosas que para aquel presente son muy importantes, y ahora tan solo anécdotas que tienes que refrescar.

- No quiero verle jamás - lloraba Paula en su cuarto, consolada por su madre.

Lo superaría. Pero en aquel momento parecía morir, (una suerte, mala, que sí corrió su novio).

Tuve que mentirle. Le dije que cuando yo me iba de la casa le vi salir corriendo a la llamada de un grupo de amigos, e irse con ellos, pero que pensaba que él se lo había dicho antes de marcharse de ese modo. Pobre chico. No me gusta mentir sobre lo que nadie puede cambiar.

No sé qué hizo Fael, pero se las arreglaría para atar cabos, porque nada más se supo, ni se recordó. Literalmente, pareció como si a aquel novio de Paula se lo hubiera tragado la tierra (o el tiempo, o el olvido).

- No te preocupes, Paula – le decía Irene – A esa edad los niños son muy tontos -.

Ya, pero duele, me contesté. Yo miraba a Irene, y ella me entendía. Siempre sospeché que sabía algo de mi naturaleza, y siempre me había entendido a la perfección: No te preocupes por ella, le decía con la mirada, se le pasará, sabrá superarlo, porque sabe cuidarse sola, y porque estoy yo aquí para que no le pase nada. Para recordarle lo que le hace fuerte, y lo que le hace reír.

- Ánimo hermanita – le dije –que llorar solo moja – y se rió.

marzo 11, 2011

13 Lo que guardas

Corríamos como condenados: él riendo, divertido, y yo desorbitado, sin saber qué hacía, o qué hacer. Para él, todo quedó en un juego, o en una broma, o en una advertencia, no lo sé. Para mí fue peor, porque con la carrera solo conseguí darle algunos golpes, y escapó sin dialogar, sin entender,… venciéndome.

Cuando tienes todo que perder y la mente llena de sentimientos. Cuando ves la injusticia una y otra vez, acercándose, esperando a que te toque. Una rabia inmensa, unas ganas de gritar incontrolables, y un algo en tu interior que no quieres que toquen.

La locura llega a veces en los días más cuerdos, una locura llena de pequeñas alegrías que te afanas en proteger, pequeñas alegrías, una por cada lágrima que se te escapa con solo pensar que lo pierdes.

Y como buen guardián que se afana a ello, ira, poca sensatez, o agudeza, según sobre quién se emplee.

Un sábado alegre, en familia. Irene preparaba la casa, y Paulita llegaba con su novio, el chico simpático que, de momento y por su plante, habíamos aceptado como primer noviazgo de la niña ya no tan pequeña.

- Luego queríamos ir al cine mamá, no te preocupes – decía alegre Paula, y se marchaba a la cocina, a seguir hablando con Irene.

Aquella familia le había devuelto la vida a la pequeña. Me sentía parte de aquella felicidad, y a la vez la envidiaba, y eso no era bueno: - no te acostumbres a un hogar – me repetía.

A solas en el salón con su novio, quise buscarle conversación para que no se sintiera incómodo. Era una buena persona, y tendría que haberlo sido.

- ¿Qué película vais a ver? – le pregunté, mirándole a los ojos -.

- La de tu vida, pequeño – contestó Fael, al tiempo que le reconocía por la mirada, ahora en el cuerpo de aquel muchacho.

No sé si era lo que buscaba, pero le hubiera matado allí mismo. Sin embargo corrió como un bufón, y yo detrás dando un golpe a la puerta que quedó medio abierta, dejando atrás mi cordura, mi familia y ese sábado alegre.