diciembre 11, 2009

10 ¡Fuego!

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El sonido de la alarma seguía retumbando en mis oídos. Después de llegar hasta el edificio, nuevamente por la puerta que unos minutos antes había abierto David, comencé a subir las escaleras del orfanato para poder ver por las ventanas delanteras cómo iba la situación, y qué era lo que estaba pasando.

En el patio estaban todos formados, aún con miedo. Las banderas, paradas, inmóviles, observaban el movimiento de los internos en guardia, recontando a los presentes, y contando a los curiosos y a los profesores y bomberos (o más bien, vecinos voluntarios) que iban llegando todo lo sucedido.

Estaba de suerte. Faltaba el grupo de las niñas más pequeñas. Me di cuenta justo en el mismo momento que Elena, recién llegada al patio, observando a todos los niños con preocupación. Sin duda había encontrado una escusa para explicar mi ausencia allí abajo.

Corrí hasta la habitación y me crucé con el fuego: en el baño del pasillo una pequeña papelera escupía llamas, quemando los papeles que había por todo el suelo. Los cuatro hombres que ya estaban allí apagándolo todo acabarían con el pequeño intento de incendio en poco tiempo, no había mayor riesgo tal y como se había provocado, y menos habiendo iniciado ya su extinción. Pero ellos no lo sabían en aquel momento, y su nerviosismo se traducía en gritos y aspavientos.

- ¿Qué haces aquí niño? – me gritaba uno desde la puerta que sujetaba abierta, como si quisiera avivar aún más el fuego - ¡corre hasta el patio! -

Pero ninguno de ellos conocía el edificio ni quien lo habitaba, por lo que no habían comprobado las habitaciones. Y aunque estaba seguro de que en ese mismo momento ya corrían profesores por todas las estancias, buscando a los rezagados, necesitaba que yo fuera el primero, como así sucedió.

Las niñas, escondidas por miedo en la alacena del comedor, habían atrancado la puerta, y no podían abrirla. Al tener que pasar por la habitación del incendio, viendo a aquellos hombres creyeron que todo el edificio estaba ardiendo y se asustaron. Me hubiera reído, porque me hizo gracia la situación cuando me lo contaron, pero agoté todas mis fuerzas abriendo la puerta.

Volví a escuchar los gritos de los “magníficos bomberos” cuando pasamos por al lado, esta vez bajo mis gritos de “no pasa nada”, con el incendio aún no apagada del todo: si este hubiese sido mayor, habrían dejado que se quemara todo el edificio. Paula se agarró a mí, y así aparecimos en el patio, todo el grupo de niñas gritando y yo, como el héroe. Me lo agradecieron y me felicitaron por mi escusa (es decir, por el salvamento), y me preguntaron por David, pero no dije nada. Días después huyó de su escondite.

- Estás hecho todo un valiente, Andrés – me dijo Elena cuando aparecimos en el patio – estábamos muy preocupados – y me abrazó.

- Gracias – le contesté respondiéndole al abrazo. Hacía tiempo que no me sentía tan bien. Me gustaba Elena, no podía esconderlo, pero sabía que aquello era imposible, además tenía que salir de allí. No, aquello no era posible, ya se me olvidaría…

Ella dejó de abrazarme y, acariciándome el pelo, me miró a la cara. – ¿Y ese golpe que tienes? ¿Dios mío, estás bien? –

- Yo… - rápidamente, pensé en algo – me di con una puerta cuando corría, había mucho humo – y eso fue lo que se me ocurrió.
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diciembre 04, 2009

09 Adopta dos

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El despacho de Luis, ahora mucho más ordenado y con mejor apariencia, era la última escala que tuvieron que hacer Irene y Amalio antes de poder adoptar a uno de los niños de Santa Clara de la Montaña (o como los niños le llamaban, “El San Claire”). Pero la niña pequeña que ya tenían en mente no sería la única que se uniría a su familia.

Don Luis les ofrecía de beber mientras repasaban los documentos que tenían que firmar. Mientras tanto la profesora Elena buscaba a la niña para presentarle a los que serían sus nuevos padres.

- Ya verán qué contentos quedan, es un sol de niña, y acaba de cumplir seis añitos, seguro que no tienen ningún problema – les seguía convenciendo el director – sobre todo queriendo un niño de esa edad… ¿tenían un hijo mayor ya trabajando, no? ¡Cómo pasa el tiempo! Cuando quieres darte cuenta…

Paula sabía ya a qué venía Elena. A veces me pregunto si lo tenía todo estudiado, si llevaba tiempo pensando en la estrategia que se disponía a realizar. Sabía que se iría conmigo a dónde sea desde que me conoció, y más tras el incidente con el fuego. Después de todo lo que había sufrido conocerme fue para ella lo más cercano al concepto de familia que tenía, por eso me llamaba hermano, decía que yo tenía que ser su hermano mayor. Incluso me lo había dicho más de una vez, ahora que recuerdo: si algún día me voy con una familia les diré que tú también vengas. Y aunque yo le daba largas para quitarle su obsesión, insistía.

- Ah, ya están aquí – volvió a hablar el director mientras Elena y la niña entraban por la puerta del despacho – pasa paulita, te quiero presentar a dos personas maravillosas… -

- Estoy encantada de conoceros – dijo haciendo una pequeña reverencia – ¿irá también mi hermano con nosotros?...

Y bueno, sinceramente nunca supe como lo consiguió. Ella no quiso contármelo, por lo que supongo que lloraría, pero lo demás, lo desconozco. Lo único que sé seguro es que lo logró: nos adoptaran a los dos. Aunque no me convenció al principio, lo reconozco: me gustó que lo hiciese. En cuanto lo solucioné todo para que fuera posible estuve encantado de aceptar a la nueva familia. Todo gracias a ella.

Sin duda era demasiado lista y resuelta para su edad.
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noviembre 27, 2009

08 No es mi primer día

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- Cámbiate Paulita, date prisa que vamos a llegar tarde -.

- En el San Claire nos levantábamos más tarde -.

- Bueno, pero ya no estás en el orfanato. Y no querrás que lleguemos tarde a la escuela. Anda, cámbiate. Y avisa a tu hermano, ¿quieres? -.

La pequeña golpeó en mi habitación y entró resuelta, lanzándose sobre mi cama, pero yo ya estaba despierto, y la esperaba sentado en mi silla. Cuando creyó haber caído sobre mí para aplastarme le lancé dos cojines encima. Pero no terminó como había planeado: tras mi embestida cogió la almohada y giró su pequeño cuerpo hasta tenerme al alcance. Antes de que pudiera levantarme me golpeó, tirándome al suelo. Y yo empecé a reír.

- ¿Estás bien, hermano? – me dijo Paula, mirándome desde la cama.

- Si, no te preocupes – le dije – anda, date prisa que llegamos tarde -.

- Tenía razón, ¿verdad que tenía razón? – empezó, bajándose de la cama.

- ¿Quién tenía razón? –

- Elena. Me dijo que cuando nos fuéramos con esta familia seríamos muy felices -.

- Si, tenemos mucha suerte de estar aquí. Anda, vete ya, que es tarde – y corrió hasta su cuarto.

De nuevo, una familia, en Málaga ciudad, bonito lugar sin duda. Hacía mucho tiempo que no vivía así, y había que aprovecharlo ahora que me había acostumbrado. Pero, ¿viviría allí, con Paula, mi nueva hermana pequeña, y con nuestros nuevos padres, hasta cuando, tres años más, o aún más, o menos,…? No lo sé, tenía muchas dudas que no quería afrontar. Tan solo, tenía ganas de vivir tranquilo, no tan solo.

- Vamos Andrés, vas a llegar tarde – me decía Irene desde la puerta, interrumpiendo mis pensamientos -, no es fácil afrontar tantos cambios a la vez, y menos si se llega tarde. Nueva escuela, nuevo curso, nuevos compañeros… Y esto no es el pueblo. Date prisa, ¿quieres?
- Enseguida mamá – le respondí, y empecé a preparar las cosas. Me hizo gracia como me lo había dicho, como si no lo supiera, como si fuera la primera vez, como si no estuviera ya acostumbrado,…
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noviembre 20, 2009

07 Pequeña evasión

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Calma, tranquilidad, y… el timbre de la alarma repicando como si estuviera en mi oído.

Todos empezamos a correr por los pasillos del orfanato. Se precipitan los pasos, los gritos y el estruendo de la campana, mientras los miedos y la incertidumbre corren más rápido que los niños, buscando la salida, como locos. No sabemos de qué se trata, pero el sonido es suficiente escusa para salir al patio, y preguntar después.

Quizás sea por mi naturaleza, o porque el poco miedo que habitaba en mi interior murió hace mucho tiempo ya, pero una pesada curiosidad me hacía arrastrar los pies. Me di la vuelta y corrí hasta una de las ventanas de la fachada trasera. David, aquel niño inquieto al que di un buen susto por su comportamiento, se agazapaba de árbol en árbol intentando alcanzar la salida: se estaba escapando.

Quien lo hubiera pensado, hace nada estaba viviendo una gran aventura con mis amigos de 12 años del orfanato, y ahora estoy viviendo una real yendo tras David y sus casi 16 años, ¿por qué?, no estoy seguro, pero Carlos y Raúl no me hubieran seguido como ayer, cuando buscábamos el tesoro escondido, obteniendo como recompensa una chocolatina de Margareta, la cocinera. No, esta aventura se separaba de los juegos a los que me había acostumbrado.

Quizás por eso corría todo lo que podía, porque estaba harto, algo que también le había pasado a David. Sabía, desde nuestro enfrentamiento, que terminaría escapándose, y llevaba unos días recorriendo los límites del San Claire. Era cuestión de tiempo. Supongo que no reflexionó sobre lo que le dije, y fue guardando su ira poco a poco, pasando los días en silencio y algo aislado del resto de niños.

Y allí iba: llegué justo para verle cerrar la puerta de golpe a sus espaldas con fuerza tal para hacerla rebotar y dejarla medio abierta. ¿Y ahora? Corrí hasta allí, pero me detuve antes de salir ¿y si huyera yo también? Podría aguantar otro año en la tranquilidad de aquellas paredes. ¿Y si…?

Entre mis pensamientos vi a David colarse en una de las casas de la calle. Entendí entonces que su intención no era huir, de momento, ya que podrían pillarle con más facilidad. Había planeado aquello muy bien: se escondería en una casa hasta que pasara el revuelo… Es más listo de lo que pensaba. Tengo que hablar con él.

Me metí sigiloso en la misma casa y anduve por la estancia, buscando su escondite.

- Sigue sonando Manuel – salía una voz del dormitorio – enciende la radio a ver si dicen de qué se trata. – Una figura se acercaba al salón, donde me encontraba, así que me escondí rápidamente debajo de la mesa.

- Es la alarma del edificio de al lado mujer – respondía el hombre desde el salón – ¿no oyes que es aquí al lado? –

- ¡Me da igual! Enciéndela que no quiero oírlo y vuelve a la cama, ¿por qué estás tardando tanto? –

- Ya va, ya va –.

Aquel hombre torpe, lento y de vieja voz encendió la radio, desde la que sonaba una música alegre con un volumen demasiado alto, y volvió al dormitorio. David lo había pensado mejor de lo que creía: se había escondido en la casa de unos viejos, solos y medio sordos.

Le encontré debajo del sofá. Al verme no supo reaccionar: Le agarré de los pies y empecé a tirar de él, hasta sacarlo fuera. Pero había crecido, era mucho más fuerte ahora, y mis pequeños brazos no daban para mucho más, por lo que consiguió darse la vuelta y golpearme. Cuando se dispuso a repetir el golpe tiré con el pie de la silla hacia mí y la coloqué de forma que, al movimiento rápido del niño hacia abajo, quedase enganchado con la forma decorativa del respaldo, y le hice girar hasta que tocara el suelo, dejándolo tumbado, indefenso y atrapado... Justo donde quería.

- ¡Suéltame o te mato! ¡Suéltame o te mato! – repetía.

- Estas han sido las noticias nacionales – sonaba fuerte desde la radio, silenciando nuestro encuentro – en cuanto a los sucesos internacionales…-

- “Shh”, no grites que te van a descubrir – le dije con ironía, sin soltarle - ¿Por qué huyes? ¿No eres feliz en tu hogar? -

- …y su presidente del gobierno… -

- Ese no es mi hogar, ¡suéltame o te mato! –

- …ha anunciado reformas… -

- Si, si, eso ya me lo has dicho. Pero te estás equivocando, ¿qué vas a hacer fuera, en la calle, solo? ¿Has pensado también en eso o solo en tu pequeña evasión? -

- …la preocupación en toda la comunidad… -

- ¿Y por qué no te vas tú con tu familia?, es a ti a quien quieren más, no a mí. Solo eres tú. Te odio. ¡Te odio!

- …nueva marea tras el naufragio… -

- Escúchame imbécil, que te quede bien claro… - pero me detuve, al escuchar la radio.

- …”Tanio” en las costas de Bretaña. Los vecinos… -

Me quedé pensativo, y David totalmente paralizado, sin saber qué me pasaba. Por la mente se me cruzaron mil recuerdos, mil pensamientos, mil imágenes. – “Bretaña…” -. Tenía que volver al orfanato, al menos un año más. Entendí entonces que me había acostumbrado a vivir tranquilo.

- David – le dije, más calmado – busca una familia, o un grupo de amigos, o un sitio en el que te acojan y te quieran. Pero no estés solo, no te ayudas en nada – me levanté y me dirigí a la ventana, para volver al San Claire.

- Eso es, vuelve con tu estúpida familia – me dijo asustado aún, sin atreverse a levantarse. Y siguió amenazante: – pero ve deprisa, no vaya a pillarles el fuego… –

- ¿Qué fuego? -
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noviembre 13, 2009

06 Noches, leches...

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Camino, solo camino, y a los lados, el bosque, lleno de árboles y frío, más frío del que estaba acostumbrado a soportar. Y lleno también de animales, podía oírlos como despertaban los nocturnos dispuestos a una nueva jornada.

Y yo, camino, solo camino, aferrado a las dos botellas de leche que Madre me había mandado comprar hacía ya un buen rato. Y dejando atrás al hermano mayor. Si yo me había entretenido en el pueblo más de lo que debiera, él lo estaba doblando. Seguro que le castigaría bien, sobre todo por dejarme solo de vuelta hasta la casa.

Pero no sentía miedo. Estaba acostumbrado a recorrer aquellos parajes y conocía bien los posibles peligros. Las sombras de los árboles dibujadas con la escasa luz de la luna sobre el pedregal sugerían extrañas figuras que, al movimiento del aire, luchaban como depredadores. Y, si te apartabas de ese hipnotizador movimiento, caías en los murmullos, los susurros y los crujidos del profundo silencio de la noche, del bosque. Pero todo era escuchar… Bastaba concentrarse en estos para determinar su procedencia, y una vez detectada acudías a su gemelo menos aterrador: todo rincón del bosque a oscuras correspondía al mismo rincón del bosque, de día, cuando no resultaba amenazante.

“Adelante enanín, camina más deprisa, que te estás asustando” me estaría diciendo ahora, si fuese a mi lado en vez de haberse quedado en el pueblo, tonteando con las chicas de su escuela. Me quería y me protegía, siempre que consideraba que “estaba libre de atender otros asuntos”, y aumentaba su ego cuando me contaba historias y proyectos, y se hacía el valiente conmigo. Cuándo caminábamos de noche, como estaba haciendo, se inventaba canciones absurdas con los elementos que iba viendo, para que me sintiera mejor. Decía que así se espantaban los miedos y las preocupaciones. Y yo me reía. Me lo imaginaba allí conmigo gritando “noches-leches, leches-noches…” con una melodía tonta y dando vueltas alrededor hasta llegar a la casa.

Era curioso, con solo imaginarlo ya me entraba la risa, y empecé a reírme solo, como un tonto. Hasta tal punto llegó mi estupidez que, despistado con las carcajadas tropecé con un pedrusco, y al trastabillar, se me cayó una de las botellas de leche. El blanco puro que podía verse a la luz pasó a un negro puro en la oscuridad, al mezclarse con la tierra del suelo. Dejé de reírme. En ese momento si que estaba asustado, pero de lo que me dirían en casa. Seguí andando con el paso más ligero, pero encogido, por miedo a perder la otra botella. Mientras caminaba, con mil pensamientos en la cabeza, empecé a cantar con una voz suave y entrecortada:

- “Noites-leites, leites-noites…” -.
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noviembre 06, 2009

05 Demasiado tiempo para la felicidad

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A veces pienso en los mejores momentos de mi vida y reconozco que, aunque por aquel entonces no me diese cuenta o me lo tomase como un encierro, mi tiempo en el San Claire fue realmente tranquilo, y debería estar agradecido. Los días pasaron como tenían que pasar, sin incidentes, todo dentro de la rutina que se exigía. Y yo, adaptado ya a esta, conseguí no romperla, y portarme como uno más, sin problemas.

- ¿Qué haces Paula? –.

- Me he despertado porque tengo mucha hambre – me respondió la niña, sabiendo ya lo que pasaría después.

- Toma, pero que no te oiga nadie -. Le dije, dándole unas galletas.

Entenderás que no todo podía ser portarse bien, también tenía que hacer mis pequeñas incursiones a la cocina, entre otras… Y en cuanto a la niña, era una pequeña de cinco años que se había encariñado conmigo. Le ayudaba en muchas cosas, quizás porque me sentía identificado con ella, no lo sé.

- Gracias hermano -.

Me daba pena. Me llamaba así porque no tenía a nadie más y me decía una y otra vez que cuando encontrase un hogar, viviría conmigo, porque ella iba a necesitar a un hermano mayor.

- La profesora Elena me ha dicho que cuando me encuentren una familia voy a ser muy feliz – me comentó una vez - ¿estás feliz? -.

- Se dice “eres feliz” o “estas contento”, y la respuesta es sí – le mentí – termina lo que te han mandado – y no porque no estuviese bien en aquel sitio, sino porque con el tiempo había llegado a la conclusión de que nunca sería feliz en mi vida. En realidad, me equivocaba, pero allí, con tanto tiempo libre, tanto tiempo muerto, ¿cómo se puede ser feliz? No lo entendía.

- ¡Mira qué libro Andrés! ¿Me ayudas a leerlo? –

Me pidió una tarde, mientras yo terminaba deberes. – Espérate a que acabe, ve empezando tú -.

Al menos se entretenía con cualquier cosa. Yo también había conseguido algo de entretenimiento, así no estaba todo el rato jugando con Raúl y Carlos, me cansaba muy rápido. Elena me estaba enseñando a tocar el piano. Bueno, como sabes yo ya tocaba el piano, pero fingía que no sabía. Así me distraía y practicaba. Quizás no me sentía feliz, pero conseguía estar alegre en más de una ocasión. No estaba mal, después de todo.

- “Es un cerdo ganador…” – decía leyendo mal la niña detrás de mí – “mi cerdo no ha hecho trampas…” -.

Yo me volví de golpe - ¿Cómo has dicho Paula? ¿Qué acabas de leer? -.

- Es del libro, mira – contestó enseñándomelo- ¿Ves? Este es el cerdo, y este es el granjero, su dueño. Se llama José.

Me calmé al comprobar que se refería al libro. No sé por qué me había alterado tanto.
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octubre 31, 2009

04 Tres años más

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Aquella tarde fue larga… Decidí esperar a ver qué pasaba, no precipitarme antes de salir corriendo. Si empezaba a hacer las cosas bien quizás tuviera una segunda oportunidad. Si empezaba de nuevo podría continuar con todo.

Entré en el despacho del director y me senté. No era la primera vez que entraba, de día quiero decir. Allí estaba junto a dos profesores más, con los que tuve el enfrentamiento, y con el director. Los tres estaban entre nerviosos y rígidos. Lógicamente, habían hablado de este momento durante todo el día.
Pero yo me hacía el despistado, intentando no fijarme en los tics que les descubría, y observaba la habitación, muy diferente a la de “el loco”. Todo estaba desordenado, más de lo que recordaba de la anterior noche. El director estaba teniendo mucho trabajo y, a la vez, mucha confusión con los nuevos cambios a nivel organizativo, administrativo, político,… Ni siquiera sabía si seguiría mucho tiempo en su puesto.

- Andrés, ¿entiendes lo que está pasando, y lo que pasará si no cambias tu actitud? – empezó el director. Me relajé, si me hubiesen llamado por mi visita nocturna al despacho, hubiera empezado por eso. Creo que dejaré la llave por aquí antes de irme, para cerrar la historia…

- Señor Director, no es solo su actitud, son sus formas… Me deja en ridículo delante de los demás niños… -

- Entiendo. Muchas gracias caballeros – dijo el Director, y los dos profesores, que habían permanecido de pie, salieron del despacho. Supongo que esperaba, por lo que le habrían contado, que yo empezara a gritar y a echar espuma por la boca. Don Luis era bueno, pero no en el sentido que dirían mis compañeros, sino como director: sabía hacer bien las cosas.

- Y bien, ¿qué dices a todo esto? –

- Que usted tiene razón, también Don Miguel y que, aunque a veces me desespere un poco en clase, debo mantener el orden y portarme bien –

- Se que aprendes muy rápido y que te estás haciendo mayor – continuó él – pero contra más aprendas, más responsable eres de lo que hagas porque más consciente serás de sus consecuencias. – Vaya, no me esperaba esto. Parece que los cambios que se estaban produciendo le estaban haciendo reflexionar bastante. Y, aunque no era la primera vez que oía lo que me dijo, se me quedó especialmente grabado, nuevamente.

- Gracias Señor, así lo haré – le dije mientras salía del despacho, después de un rato más de regaños, consejos y revisión de notas y expediente (con grata sorpresa incluida, al ver todo lo “manipulado” antes, lógicamente).

Quizás no estuviera tan mal allí. Por lo menos había encontrado una rutina y, si empezaba a ejercitarla con un buen comportamiento, seguro que podría vivir tranquilo, sin problemas, al menos durante tres años más. Luego, ya vería… Todavía queda mucha vida para decidir.
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octubre 24, 2009

03 Como si fuéramos adultos

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Antes de darme cuenta ya me había llamado Miguel para ir a su despacho. Debí distraerme, tendría que haber sido más cuidadoso, pero cuando no pienso con claridad tiendo a ser un poco insoportable. Esto fue antes de mi pequeño asalto al despacho del director. Y allí estábamos, conversando como si fuéramos dos personas adultas:

- ¿Crees que has hecho algo mal, Andrés? -

- No – respondí “al loco”. Era así como le llamábamos, pero no porque lo estuviera, sino porque los niños creían que si hablabas tres veces con él, te llevaban al manicomio.

- Bueno, quizás no sientas que hayas hecho algo malo. ¿Te aburres en clase? -

- No -.

- ¿Y qué tal te lo pasas con tus amigos? ¿Te diviertes? -

- Si, mucho. Estábamos jugando “al hoyo”. La tía de Raúl le ha regalado una bolsa de canicas -.

- ¿Te sientes solo? -.

- Si -.

- Y por eso te sientes culpable -.

Sinceramente, estuve un rato pensando la pregunta para no contestar lo primero que me venía a la cabeza. Intenté centrarme otra vez en la conversación…

- ¿Culpable de qué? -

- Bueno, de que te abandonasen tus padres… -

- ¿Por qué piensa que mis padres me abandonaron?

- Es evidente, por eso estás aquí.

- ¿Conoce usted a mis padres?

- No – se incomodó -, lo siento, ellos… No los llegamos a conocer -.

- Entonces, ¿cómo está tan seguro de que me abandonaron? Podrían haber muerto, ¿no? -

Hubo un momento de silencio. Yo empecé a recorrer con la vista todo el despacho, observando los detalles que decían a favor de su apodo, valorando cual lo hacía más. Mientras, Miguel buscaba como arrancar de nuevo.

- Entonces, ¿crees que te has comportado bien últimamente? –

- Si -.

- ¿Y qué hay de las contestaciones a los dos profesores? -

- ¿Es comportarse mal decir evidencias? -

- ¿Sabes lo que significa “evidencia”, lo que es una “evidencia”?... -

- Sé que para usted es una evidencia que yo esté aquí, que este sea mi hogar, que tenga diez años y que me porto mal en clase -.

- Bueno, se empieza por reconocerlo – me dijo anotando cosas en su cuaderno. Creo que no entendió la ironía con la que le contesté. – Pero no te preocupes, seguro que con el tiempo empiezas a entender que todo esto lo hacemos por tu bien. – Parecía que estaba concluyendo. Debería haber terminado ahí, antes de que metiera la pata. - Y no quiero que te sientas culpable, sino que entiendas qué es “portarse mal”. Recuerda siempre que lo importante es la cantidad: contra menos cosas hagas mejor será tu comportamiento… -

- No Miguel, te equivocas, lo tienes apuntado ahí en mi ficha, tengo más de siete años. Lo que importa en la responsabilidad no es la cantidad, sino la intención del culpable… ¿crees que mejorará mi comportamiento contra mejor suene lo que te inventes? -
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octubre 16, 2009

02 Un buen comportamiento

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No digo que no lo vuelva a hacer, o que me arrepienta. Pero teniendo tanto tiempo libre,... Los días no iban mal en el orfanato de San Claire. David estuvo más calmado desde que “hablé” con él. De hecho, apenas hablaba desde entonces. Tiempo después pude comprobar que lo hice mal. Pero tampoco lo cambiaría.

Los profesores no sabían enseñar, a veces, ni siquiera sabían dónde esconderse.

- Se ha equivocado, vuelva a empezar.

- ¿Está seguro que la cuenta no es 10.442?

- Segurísimo Andrés, vuelva a empezar o saldrá otro compañero al encerado.

- ¿Y si quita el dedo de las dos primeras cifras del resultado de la calculadora que sujeta junto a su muslo, estaría entonces seguro que la cuenta si es 10.442? – Y enmudeció.

Y yo, bueno, no me portaba demasiado bien. Sabía cómo debía comportarme, pero a veces era tan tentador no hacerlo… Y si daba la nota delante de la persona equivocada, también sabía que me costaría más salir de allí, es decir, de manera legal. Pero lo hice, delante de Miguel, el psicólogo.

Le dio un informe al director. Decidí entonces hacer una visita nocturna a mí expediente: le robé las llaves, entré en el despacho por la noche, cambié algunas cosas de mi expediente, cogí los objetos confiscados que me interesaron y, no sé por qué, pero vi oportuno no “devolver” las llaves, quizás necesitara algo otro día. De todas formas sabía que en el momento en que me pillasen por aquello no quedaría más opción que golpear fuerte, salir corriendo y no mirar atrás.

- Andrés – me llamó el director con una regla en la mano, y acompañado de dos profesores más – entra un momento – me invitó a su despacho.

Allá vamos… – pensé.
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octubre 15, 2009

01 Aún soy un niño

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- ¡No soy un niño! – gritó David al profesor. Salió corriendo de la clase y rompió la cristalera del pasillo. Curioso sentido de inferioridad desatado contra lo más frágil. Pero en San Claire podías ver cualquier cosa. Yo mismo me sentía atrapado, rodeado de niños huérfanos y abandonados, sin pasado… Bueno, era verdad que estaba atrapado, aunque era más listo como para romper cristales.

- ¡Sois unos niños, no tenéis ni idea! – nos gritaba a Carlos, Raúl y a mí en la habitación, mientras retorcía sus sábanas. – Si lo vieseis como yo, también querríais iros. Ya veréis cuando paséis otros tres años aquí. Yo también era imbécil a los diez.-

- ¿Por qué nos chilla, Andrés? – Me preguntaba Raúl cuando se fue.

- Porque es un imbécil – contestaba Carlos, y yo no podía estar más de acuerdo con mi compañero de diez años.

En realidad, no debería importarme su actitud. Sabía que era pasajera, que terminaría, aunque no estaba seguro de las consecuencias finales. Aún así, recién llegado a aquel sitio, prefería pasar desapercibido.

- ¡Sucia loca! – Y ese fue el detonante. Aunque sabía que David sería castigado por aquello no me hizo ninguna gracia que insultara a la única profesora que nos trataba tal y como éramos, que realmente se esforzaba por nosotros. Podría haberlo dejado pasar…

- Escúchame David – le dije en los baños, aquella tarde.

- ¡Qué te voy a escuchar “chalao perdío”! – me respondió dándome un empujón.

Rápidamente rompí el cristal del lavabo y cogí un trozo. Le empujé desde las rodillas, mientras se daba la vuelta, tirándolo al suelo, y le hice un girón en la chaqueta. Para esa edad, era suficiente para asustarle.

- Ahora, escúchame David – repetí - ¿Cuántos años tienes? ¿Trece? ¿Y te crees mayor? ¿Por qué no te comportas como tal y nos dejas a los demás en paz? No quiero oír problemas de ti... Es más, no quiero oírte. Y empieza a pensar quién eres de verdad y a aceptarte, porque ya tienes una edad para ello, ¿no crees?

- Gracias Andrés – me dijo Elena tras borrarle la pizarra.

- De nada – le respondí, con otro pensamiento en la cabeza, distinto al de la pizarra.
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00 Cambios

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No me dan miedo los cambios, y menos después de todo lo que he pasado. Pero no se trata del “qué” en sí, sino del “por qué” sin más: ¿por qué cambiar? ¿Por el simple hecho de la naturaleza humana? Y si es así, ¿Por qué nos asusta tanto? ¿Por qué temer a lo nuevo?

Decidí mudarme de ciudad y como siempre llegué sin conocer a nadie. Más bien sin que me conociese nadie, porque yo sí que los conocía, aunque no de vista: las mismas caras, los mismos gestos, las mismas actitudes,… los mismos. Pero nadie me conocía, ni a mí, ni mi interior, ni mi apariencia de un niño de tan solo 13 años. En realidad, a punto de cumplir los trece, a tan solo tres semanas de volver a cambiar de nuevo… si es que tomaba esa decisión, por supuesto.

Durante ese tiempo estuve trabajando ilegalmente, como acostumbraba a hacer cuando me faltaban ideas, y algunos días. Nuevo trabajo, esta vez en un local de apuestas ilegales: “El Bar Kazú”.

- ¡Su cerdo ha hecho trampas! – gritó Miguel – su cerdo…

Pocos sitios me han sorprendido como este, un local donde enfrentaban luchadores de distintas razas animales, siempre combates a muerte. Aquel día la suerte se inclinó a favor de un cerdo que venció en combate justo a un perro del que no sobreviviría ni un elefante. Mi tarea, recoger las apuestas y llevarlas a la oficina, donde discutían los tres “entrenadores”.

- Yo solo intento dar de comer a mi familia. El combate es legal, denme el dinero – Increpó Juan, el dueño del cerdo.
- Estoy seguro que tiene sus razones para estar aquí, pero… ese cerdo, no “puede” matar a nuestro perro – amenazó Adrián, con cierta ironía, - además, si tiene hambre, cómase al cerdo, pero no quiera jugárnosla, porque no sabe donde se mete.
- El combate ha sido justo, – insistió Juan – quiero mi dinero.
- ¡Pedazo de bellota gorda! – Gritó nuevamente Miguel – ¡Le voy a explicar lo poco que valen usted y su cerdo…!

¿Sabes qué? Creo que oí suficiente. Quedaban dos días para mi cumpleaños y, como les decía, no me dan miedo los cambios. No sé que hubiese sido lo más justo, si defender a los dos del perro, o al pobre del cerdo, pero tampoco creo que deba juzgarlo, y menos siendo tan pequeño aquel año. Así que opté por la tercera opción: salí corriendo con todo el dinero.

La carrera no me duró mucho, debido a mis cortas patas. Al menos sucedió en una calle lejos de miradas ajenas, aunque no fue rápido, como dicen. Adrián y Miguel me dieron alcance y, creyéndome más que un pequeño ratero, me dieron una paliza, sin atenerse a las consecuencias.

No sé que se les pasaría por la cabeza después, aunque puedo imaginármelo: ese miedo, esa incertidumbre hacia algo nuevo, hacia algo extraño. En su caso, las consecuencias de haber matado a un niño. En el mío, el haber muerto. Porque ni el cambio de ciudad, ni de trabajo, ni de personas tiene tanta relevancia como la muerte. Pero de todos, el último, es el que menos me preocupa.
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