"Y la estación quedó en silencio..."

Era el final de trayecto, la última parada de la ruta roja del metro de Barcelona, línea uno. La estación de Fondo se cerró por un fallo en el sistema eléctrico. Al día siguiente, volvió a estar en funcionamiento, pero nadie la supervisaba. Ni siquiera habían arreglado las luces que, aunque ya encendidas, iluminaban fuera de su rutina, con una luz fría y tenue.

Era temprano, y aquel joven despreocupado bajaba los escalones de la estación con la música de su reproductor en sus oídos, sin prestar atención. El muchacho ni vio ni le sorprendió la figura de un hombre a su izquierda, que subía por las escaleras mecánicas, llorando y con las manos en la cabeza. Pero tuvo que quitarse los cascos cuando le faltaban tan solo tres escalones por bajar, sorprendido por aquella imagen.

La estación estaba llena de gente, llena de actitudes diferentes. Las escaleras daban a una estancia circular, con una decoración en su origen naranja, anunciando la nueva “línea nueve” del metro, con un tono diferente en aquel momento por el reflejo de la luz. A la derecha estaba el andén, dónde acababa de llegar un nuevo tren desde el centro, totalmente vacío y, a su llegada, la muchedumbre hizo un alboroto mayor del que ya formaban. Algunos se empujaban entre sí para llegar hasta las puertas del vagón, pero no todos se subían. Miraban a un lado y a otro, observando a los demás. Había quien se montaba, decidido, quien dudaba y quien, tras un rato en el vagón, salía corriendo de este. Cuando el timbre sonó, el metro cerró las puertas y siguió hacia adelante, hacia el noreste donde, siendo este el final del trayecto, no había ninguna parada.

Y la estación quedó en silencio.

Unos segundos después, nuevamente el alboroto de la gente, y el letrero del andén marcó tres minutos para el siguiente vagón.

Desde los escalones podía verse casi toda la estancia, circundada por unos ascensores de cristal por los que de vez en cuando llegaban personas, todas con la misma reacción de ignorancia. En el centro se arremolinaban grupos de gente que gritaban y discutían, o simplemente escuchaban con una expresión difícilmente descriptible. Otras paseaban por el andén, pensativos, mientras que en los laterales se podía observar grupos más pequeños, o incluso personas aisladas que lloraban, maldecían, observaban, absortos en el agujero de ideas que se les iban formando, y permanecían autistas hasta que tomaban una decisión, o se acercaban para hablar con otros. De vez en cuando podía verse como alguien abandonaba aquella extraña situación, con paso vacilante o con actitud decidida.

Un viejo que estaba al lado de uno de los ascensores llegó hasta las escaleras para marcharse. El joven intentó informarse de qué sucedía, pero este se marchó sin más. - No existe la pregunta… – dijo únicamente – porque tampoco existe la respuesta -.

Al lado del andén, en un recodo, una familia se apretaba envuelta en sombras. Los niños lloraban y el agudo sonido incidía en los tímpanos del joven, que empezó a andar por la estación. El padre gritaba a su esposa, pidiéndole que se marchasen, pero su mujer negaba repetidamente, mientras miraba a sus hijos con el cuerpo descompuesto. El hombre, obcecado, insistía en que montarse en aquel tren supondría el final de todos sus problemas.

Casi en el centro, pegado a un ascensor, un hombre se subió a una papelera volcada y empezó a gritar a la gente, convenciéndoles de lo bonito que sería vivir en un mundo paradisiaco, con playas, naturaleza, paz y armonía. Algunos asentían con sus palabras, y se acercaban más hasta él, mostrando su apoyo. Pero no todos le hacían caso. Más al centro otros tres hombres hablaban de la situación.

- ¿A dónde tú quieras? – preguntaba un señor mayor, moreno y de abrigo largo, que hablaba con un hombre vestido de policía, y con otro de chaqueta y corbata. Pero este último negaba con la cabeza, y les explicó a los otros dos cómo funcionaba toda aquella locura. Los trenes que a aquel andén llegaban no conducían a estación alguna, al menos de las conocidas. Cada uno transportaba a todos sus pasajeros a aquel lugar, real o imaginario, físico o utópico, que hubieran deseado. Pero no a cada uno, sino que llevaban a todos a dónde la mayoría de personas montadas hubieran imaginado.

- Pero eso no tiene sentido – expresaba el policía - ¿cómo arriesgarte a ir a dónde no sabes? – Y la discusión continuaba con una lista de lugares por los que realmente un hombre como ellos se arriesgaría montándose. Además no puedes volver, comentaban, no existía esa posibilidad, realmente debías estar mal para querer montarte en ese tren. - O quizás es esta precisamente la oportunidad de volver, esa oportunidad de la que no gozaste en una anterior decisión. -, comentaba una mujer que se sumaba a la conversación.

Alrededor de ellos la gente continuaba chillando y formando escándalos. – Esto no puede seguir así, hay que hacer algo – comentaba el policía. Quería ordenar aquello, preguntar inquietudes y organizar grupos que quisieran ir en el mismo vagón. Los de alrededor estaban de acuerdo, y unos a otros se convencían de qué sitio era el mejor. No lejos, el padre de familia, tras un grito, empujó a su mujer contra la pared, y el hombre vestido de policía y el de la chaqueta decidieron acercarse, para intentar calmarlo.

Frente al hombre que se había subido a la papelera, un joven muy bien vestido, cansado de oírle gritar, comenzó a arengar a todos los presentes, intentando destrozar los argumentos del primero. Rápidamente se formaron dos bandos en la estancia, que discutían sobre ir a uno u otro lugar.

Los tres minutos pasaron, y llegó otro tren, nuevamente vacío. El primer líder que había surgido animó para tomarlo mientras daba instrucciones de qué debían imaginar, y todos los que le seguían se montaron en masa. Algunos de los que ya habían entrado, que esperaban en el andén, salieron rápidamente del tren al ver aquel bando subirse en este. Durante el tiempo que estaba parado la gente subía y bajaba, entre aterrados y seguros, entre empujones y gritos. Una mujer, ya en el vagón, gritaba desde la puerta a un hombre que permanecía pegado a la pared, asustado, inmóvil. Por otra puerta un hombre obligaba a otro ya mayor a subir al vagón, dónde una mujer tiraba de él. Cuándo consiguió meterle se subió justo a tiempo para oír el timbre y ver desde dentro como se cerraban las puertas, y el tren se marchaba.

Y todo el lugar quedó en silencio.

A los pocos segundos una joven, altiva, con una mirada y una voz poderosa, gritó a la muchedumbre, reducida con el último tren, pidiéndoles que se marchasen de allí, que no era buena idea montarse en aquellos trenes. Comenzó nuevamente el bullicio mientras llegaban más personas a la estación. Cerca de la joven otro hombre, de pelo moreno y vestido con una sudadera azul, hablaba de la belleza de la vida, y de superar los problemas de esta. Algunos abandonaban la estancia, como ellos dos, mientras que otros seguían enfrentando pensamientos e ideales, surgiendo nuevos pequeños líderes que convencían a los grupos de personas que se iban formando. En una esquina una pareja discutía sobre a dónde querían ir, y si debían decírselo a alguien más, ya que veían a otro hombre que hablaba por el móvil con su familia para que fuesen hasta allí.

– Mi último viaje – pensaba un pobre hombre que pedía por el metro, situado cerca del andén, decidido a montarse en el siguiente mientras tocaba con su clarinete una canción alegre. Recién llegado, un niño, un pequeño carterista, encontró en aquella estampa una situación perfecta para su tarea, e iba robando entre la multitud, que ni siquiera le veían.

El padre que discutía con su esposa no conseguía tranquilizarse ni con la mediación de los otros dos hombres, y terminó estallando. Tras gritar y golpear la pared, tiró al policía al suelo. Echándose tras él le quitó el arma y la levantó amenazante, apuntando a todo el mundo desde la entrada al andén. No quería que nadie se montase, quería viajar solo, a dónde él quisiese. Un nuevo tren paró en la estación, y las puertas se abrieron. Amenazante, el hombre subió de espaldas, mirando a uno y otro lado, asegurándose de ser el único viajero. En el otro extremo del andén tres personas, ajenas a aquella situación, subían despreocupadas, con el rostro feliz, y una idea en la cabeza. Al verles, el padre armado empezó a gritarles para que se bajaran, mientras corría hacia ellos por los vagones de paso abierto. Pero las puertas se cerraron, y el tren marchó.

Nuevamente, el silencio.

Y nuevamente el bullicio, pasado un rato. El policía intentaba consolar a la madre que lloraba, mientras la acompañaba junto a sus hijos hasta las escaleras de salida de la estación. Un hombre con chaqueta y corbata, alto y de pelo rubio comenzó a anotar en unos folios los deseos de las personas que se agolpaban a su alrededor, haciendo grupos para repartirse en los siguientes vagones. Había quien preguntaba qué pasaría si solo quedara un tren por llegar, y todos querían que su grupo montase en el siguiente.

- ¡No puedo más! – gritaba una mujer desesperada. Era de las que más tiempo llevaba en la estación, y se había cansado de los gritos y las discusiones. – Yo voy en el próximo, vaya a dónde vaya -. Muchos comenzaron a expresar también el cansancio que habían acumulado en aquel sitio, mientras se acercaban poco a poco al andén con la intención de montarse en el siguiente. Un hombre que, desde que había llegado observaba indiferente la situación, advirtió como el pequeño ratero le quitaba la cartera, y empezó a perseguirle.

Cuando el nuevo tren llegó todos los que se habían acercado al andén, una gran mayoría, se montaron. Todos se miraban entre sí con algunas caras de felicidad, y otras, la mayoría, de incertidumbre. Pero nadie decía nada. En sus rostros, mil pensamientos, y su destino, mil posibilidades. El niño, aún ajeno a todo aquello, se refugió en el vagón, dónde su persecutor le dio alcance y le quitó su cartera. En su captura, no se había dado cuenta que había entrado en el tren muy tarde, y antes de que pudiera salir, las puertas se cerraron. - ¡No, no!, ¿dónde van? ¡No! – Gritaba golpeando las puertas - ¡No sé a dónde ir!

Silencio.

Un letrero anunciaba tres minutos para el siguiente tren. En la estación apenas quedaba ya gente, pero se fue llenando de nuevo, poco a poco, con personas que discutían sobre a qué lugar ir. Como antes, algunos se quedaban buscando una solución a aquella oferta. Otros se marchaban - Requiere una vida entera para poder dar una respuesta… – decía un hombre mayor a un joven recién llegado - y aún así, nunca habría respuesta -.

El hombre que iba vestido de policía regresó y se colocó en primera fila en el andén. Cuando el siguiente tren llegó se montaron todos los que estaban esperando, dejando en aquella sala circular al resto de personas que seguían pensativas, y que comenzaban de nuevo a discutir. El timbre anunció el cierre de puertas y el tren partió.

Y la estación quedó en silencio.
            

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