diciembre 15, 2011

07 Se presenta una guerra


No recorres solo un camino, salvo si lo haces solo. Y por largo que sea nunca superas en tamaño a la anchura, bifurcaciones y veredas anexas por las que puedes caminar junto a una comunidad. A veces pensaba que alargar mi vida era un suicidio, y recorría el mundo en una sola direccción, como un lobo solitario que no entiende de leyes.

Quería encontrar a Laura. Ese era mi propósito, el sentido de mi viaje. Recorrí gran parte del viejo mundo, concentrado unicamente en dónde dormir hoy, dónde hacerlo mañana.

Aún en mente, el propósito se disolvió, y me concentré en aprender más sobre nosotros, y sobre los lugares a los que llegaba. Antes de Fael, no había visto, de forma consciente, personas como yo. Y ahora me sorprendía como un niño ante cada nuevo encuentro.

- Terminará consumiéndote si no lo olvidas. – Me decía Miguel – Es muy difícil dar con alguien de ese círculo, Andrés, por no decir imposible -.

- Si no lo hubiera hecho ya una vez, no lo estaría intentando -.

Pero motivos, había otros: deseaba saber más. Sabía por qué ciudades se movía Miguel, viajé y él me encontró. Le pedí respuestas, y también nuevas preguntas, como aquella vez en la que le clavé su propio cuchillo.

- No conoces a Iref, ¿verdad? Vive en la capital. Él sabrá responderte mejor que yo -.

Se refería más bien a su colección de escritos. Después descubrí que lo que es hablar, hablaba muy poco.

- ¿Dónde puedo encontrarle? -

- Más bien, cómo. Te indicaré cómo hacerlo -.

A nuestro alrededor había estallado otra gran guerra, lo que me dificultaría las cosas. Pero esta vez permanecería totalmente al margen, como si no existiese. Y todos los círculos con los que me crucé tenían ese mismo pensamiento: ya tenemos nuestros propios problemas, y guerras.

En la ciudad tuve que esforzarme para encontrar a un ser que se movía a cámara lenta, alrededor de una población fugaz, que se preparaba para morir.

- Este es mi viaje, Miguel, aunque acabe en el borde del mundo. Siempre será mejor que sentarme sin más, esperando a que el borde del mundo venga a mi -.

diciembre 09, 2011

06 Giran las ciudades


La ciudad se presentaba vertiginosa, una inmensa marea de quehaceres, una explanada en la que solo se detenía la fugacidad. Nunca me gustaron las grandes ciudades, donde la libertad la ponen en duda los mismos que la nombran, donde los hombres olvidan sus motivos.

Además, para nosotros era más difícil pasar desapercibido. Bueno, no para todos. Algunos la tomaban como su propia jungla, y hacían de estas su escondite perfecto. Los del sétimo círculo, por ejemplo.

Iréf pasaba totalmente desapercibido. Yo tardé en encontrarle, y lo perdía de vista si no le prestaba toda mi atención. Era como un camaleón (así le llamábamos) moviéndose entre el bullício y las prisas de la masa, lento, lentísimo, como un caracol.

Viví un tiempo con él, en su casa, aprendiendo de lo que había almacenado tras tantos años de existencia, y ayudándole en muchas tareas que, aunque no lo necesitase, me empeñaba en realizar, creo que por que me daba pena. Iref no renacía como yo, era extremadamente longevo, y por una sencilla razón: todo su ser, su metabolismo, su cuerpo, se movían extremadamente lento.

Y lo que podía parecer una desventaja era en realidad un método sorprendente de supervivencia: nadie se fijaba en él. Si mirabas a un grupo de personas, en una fiesta, en la calle, si no sabías exactamente dónde estaba, si no te concentrabas en su figura, no llegabas a verle. Los ojos, acostumbrados a otro ritmo, bailaban de persona en persona sin prestarle atención y por lo tanto, sin dar con él. Incluso cuando pasaba a tu lado por un pasillo, en las escaleras, tenías la sensación de una sombra que te mira inmóbil, pero si no le dabas importancia, no llegabas a verle.

Era una sensación extraña, un concepto curioso que, aunque ventajoso, cualquiera apostaría como condena, en mitad de un mundo en constante movimiento, una condena que te incapacitaba para todo, durante años y años.

Sin embargo él no tenía esa sensación, ni ese pensamiento. Para él no era una condena, era lo normal. Vivía a su ritmo como cualquiera de nosotros, sin problemas, y ocupado en su tarea personal de recopilar, despacio, poco a poco, información sobre nuestro mundo, el mismo que le daba la espalda al girar. Pero para él, igualmente giraba.

diciembre 02, 2011

05 Una familia cualquiera


Amalio se movía alrededor de la mesa discutiendo sobre el tema. Entre aspavientos y gritos a Irene se sentaba en la silla, y cogía enfadado los cubiertos. Cenábamos ya sin ganas por culpa del tema surgido.

La pobre Paula, por aquel entonces tenía unos seis años, miraba fija la mesa, sin saber qué hacer. No hacía mucho que nos habían adoptado, no estaba acostumbrada a las broncas familiares, y a su edad ni si quiera a las de clase.

Yo escuchaba aburrido los problemas que exponían los dos adultos, intentando comer entre las réplicas, pensando en lo complicado que hacen los mortales las cosas, retorciendo una y otra vez las soluciones, en vez de aplicarlas sin más.

- Yo te acompaño – se me escapó, cansado.

- No es tan fácil, Andrés. No te preocupes, solo estamos solucionandolo… -.

- No, estáis discutiendo, no lo estáis solucionando. Tú mismo lo has dicho hace un rato: “mejor sería que me acompañasen los niños”. Así lo solucionas todo: Paula se va con Inés al pueblo, y yo viajo contigo al congreso. Al menos salvamos un billete, ya que te preocupa, ¿no crees? -

Ninguno de los dos adultos decían nada. Me observaban extrañados, reflexivos, y miraban la mesa, reconociendo la razón que no me faltaba.

- ¿Con quién le dejarías en el congreso? No puede quedarse allí solo -.

- No, no puede ser. Aunque te quedases por allí sin molestar me lo reprocharían luego por la edad que tienes -.

- Pues no les digas mi edad – le respondí tranquilo, mientras retomaba mi comida –. Ellos no la saben, ¿verdad? Diles que tengo, por ejemplo, tres años más, y que estoy interesado en seguir tus pasos. Seguro que les encanta la idea y al final, me tendrán entretenido explicándome cosas aburridas sobre sus trabajos -.

Tenía razón, y lo sabían. Continuaron comiendo pensativos, mirándome de vez en cuando, y reconociendo con un cruce de miradas que estaba en lo cierto, aunque no supieran cómo, y que así, solucionaban su inútil problema.