diciembre 17, 2010

06 Una estación entera

La heladería era otro de los lugares preferidos, nadie gastaba un verano sin pasar por ella, todos atraídos por un placer frío. No se veraneaba mucho por allí, ya que andar ocioso era bastante veraneo para la mayoría, lo que hacía más importante la vida en el barrio, los grupos que se formaban en torno a un kiosco, en la playa o pasando por la heladería.

Los dos estábamos sentados en la barra, tomando un helado. Yo, acostumbrado a analizar mi entorno, en otros días manía de supervivencia, notaba la escena como una orquesta repetitiva: cucharada, miradas, sonrisa, cucharada, el camarero que pasa, un grupo que vocifera, cucharada,… y entre medias la conversación.

- ¿Te gusta? –

- Qué -.

- Tú helado –.

- Sí -.

La orquesta se repetía, y ambos nos acomodamos en las banquetas. Estábamos muy pegados, apoyados en la barra, con los pies cruzados.

- ¿Por qué no me has llevado al cine? ¿No llevas allí a las chicas? –

- Ya las he visto todas -.

- Mentira. Eres un mentiroso -.

- La verdad es que prefiero este lugar, es más especial -.

- ¿Por qué? –

- No lo sé, es especial. Quizás por la luz… -

- O porque te gusta el helado -.

Me reí. Aquella situación era muy diferente, Laura me gustaba de verdad, mucho además, y sentía que a ella también le gustaba.

- Bueno… me gustas más tú, quizás eso lo haga especial -.

- Qué tontería. Y si no estuviera ¿no sería el mismo sitio? –

- No, preferiría otro lugar en el que sí estuvieras -.

- ¿Aunque te quedaras sin helados? –

- Aunque me quedara sin lo que sea -.

Y como suele pasar cuando algo lo hace único, todo quedó en silencio. Ya no había cucharadas, se derretían en sus vasos. Ya no había camarero, ni griterío, ni trasiego. Tan solo ella. Ya no había miradas, había cerrado los ojos, ni sonrisas, ocultas ahora por mis labios. La besé hasta que el frío de la boca por el helado se tornó cálido, y después, nuevamente frío, como si aquel momento en realidad hubiera durado toda una estación.

diciembre 10, 2010

05 Sombras

No cosía por placer como tú ahora, sino por necesidad, en una estancia fría y oscura como el metal recién extraído. Los dedos se atropellaban esquivos a la aguja, pasando de una prenda a otra sobre su abultada barriga de embarazada, de un roto a otro arreglo, y charlando sobre los días difíciles que les tocaba vivir.

A su lado su hermana, conversando de queja en queja mientras amamantaba, cogiendo con tosquedad el bebé, buscando soluciones a sus respuestas, pensando en las dificultades que les tocaría vivir a sus hijos en una sociedad que comenzaba a crecer.

Y las preguntas, las de siempre. La vida es dura, y mancha como el carbón. Pero no es difícil, no demasiado porque hasta con manchas puedes dibujar algo, hermosas figuras lineadas, hasta que se deshace todo el material.

Ya lo ves. Con el hambre que habían pasado, y sobreviviendo. El auge de la minería llevó dinero y ocupación para todos los padres de familias de aquellos pueblos, las cuales crecieron. Pero no es cese de problemas una única solución, ni tampoco al contrario.

¿Y qué más da? Lo sencillo que es quejarse aun siendo feliz. A veces pienso que se es feliz solo cuando puedes quejarte. Lo que significaría que somos felices siempre, o solo cuando nos percatamos de ello. Siempre se acercan días de sombras, porque nunca dejamos de estar iluminados.
   
Por eso he sido feliz a tu lado: nunca has apagado tu luz.
        

diciembre 03, 2010

04 No te alejes

Mi pequeña hermana había cambiado mucho desde entonces. Siempre había sido guapa, pero ahora destacaba más, un pelo más largo, mucho más alta, casi tanto como yo, teniendo en cuenta que en aquel año, aunque para los demás eran seis, en realidad nos llevábamos tres años.

- Mira qué bonito, Andrés, ¿puedo entrar? – me decía junto a un escaparate de ropa.

- No tardes, – le contestaba, y ella me dio un beso en la mejilla.

Volvíamos de casa, y yo tenía que cuidar de ella. Lo había hecho ya en el San Claire, y me parecía estupendo. Con el tiempo aprendí a mantenerme pegado a los demás: no me gustaba cómo me comportaba cuando me alejaba de todo, cuando vivía por mi cuenta sin el calor, al menos, de una persona. Y aquella cercanía, aquella familia, reconozco que era algo bueno.

Mientras esperaba en la puerta, pensando, le vi. Allí estaba, el hombre alto de tez oscura que nos había estado observando, que nos había seguido.

- Quédate por aquí, Paula. Ahora vengo – le dije entrando en la tienda.

Salí para acercarme más a él, asegurándome de que Paula estuviera entretenida. Cuando notó que lo hacía se dio media vuelta y desapareció.

Me puse a correr. Le perseguí por las callejas sin ninguna dificultad, recortando él distancias a la carrera, y yo cuando pasábamos entre la gente.

Parecía que sabía bien donde iba, su casa o un punto de reunión quizás, un local cerrado de ladrillos y carteles viejos por fuera, vacío y sin enlucir, lleno de suciedad, en el que se metió y yo detrás, cerrando la puerta metálica con un golpe, al que le siguió el de un bastonazo en mi espalda.

Caí al suelo y di un par de vueltas sobre unos cartones para alejarme de él, pero también se movía rápido, y ya estaba sobre mí, buscando mi cuello para inmovilizarme. Me estiré todo lo que pude antes de sentirme ahogado y le golpeé entre las piernas y en el riñón con fuerzas. Cuando ambos giramos le golpeé nuevamente, intentando quitarle el bastón, y al palpar su cintura noté la daga que llevaba, y la saqué dándole un corte en el brazo.

Me hubiera alejado. Di unos pasos hacia la puerta, pero Miguel se había empeñado en que no podía salir de la habitación, y cuando volvió a abalanzarse sobre mi, le clavé la daga en el estómago.